XX PREGÓN DEL TORO DE LIDIA
ALMERÍA 2017
Sra. Dª María del Mar López Asensio, diputada provincial de Agricultura y Medio Ambiente.
Distinguidas autoridades.
Presidente, directivos y demás miembros del Foro Cultural 3 Taurinos 3
Señoras y Señores
Muy buenas tardes:
Quisiera comenzar agradeciendo la distinción que supone para mi persona poder dar voz y contenido al Vigésimo Pregón del Toro de Lidia.
Un honor del que me siento muy honrado y por el que deseo reiterar mi agradecimiento a los organizadores de este acto y muy particularmente a mi buen amigo Marco Rubio por ser el principal responsable de que me encuentre hoy aquí. Espero no defraudar sus expectativas.
Agradecimiento que quisiera hacer extensivo a mi presentador, el Senador y exalcalde de esta villa, don Luis Rogelio Rodríguez- Comendador, por las gentiles e inmerecidas palabras que me ha dedicado y, como es lógico y natural, agradecerles también a todos ustedes su asistencia.
***
Tal vez exponer una contradicción no sea la mejor manera de arrancar, pero, en cualquier caso,quisiera comenzar por advertirles que en mí no van a encontrar un pregonero al uso. Les ahorraré con ello que al final de mi intervención se pregunten ustedes dónde están los versos o la cromática floresta de tópicos que suelen acompañar a estos discursos. Así no tendrán que extrañarse de que no les hable de mocitos de verde luna ni del clarín vibrante que deshoja margaritas en los estómagos de los hombres de luces ni de ese toro fabuloso que, encampanado en medio de los campos, se desgaja de la noche negra negro como una pena. No, yo no les voy a contar nada de esto. Serán otras las cosas que ocupen mi disertación.
Y para abundar más en la contradicción, justificaré mi huida de los versos utilizando versos: aquellos que Gabriel Celaya dejó marcados a fuego en mi memoria y que ahora extraigo de aquel poema que titulara “La poesía es un arma cargada de futuro” y que dicen así:
Porque vivimos a golpes,
porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares
no pueden ser sin pecado un adorno.
Y nada hay más cierto. En una situación como la que atravesamos, no caben los adornos. Mi intervención aquí no puede limitarse a un dulce ejercicio de retórica, perfumado de idílicos paisajes y hermosas rosaledas, para ser guardada con mimo en el anaquel de los piropos. No. Aquí no caben los adornos. Ni en un pregón ni en un artículo ni en una conferencia ni en nada que tenga que ver con esta fiesta de los toros; esta Fiesta perseguida y sometida al más despiadado acoso y derribo; esta Fiesta demonizada y despreciativamente incomprendida por aquellos que, sin conocimiento de causa y desde el dogmatismo más intolerante, se proponen borrarla de la faz de la tierra. Por eso, convertir un pregón en un mero ornamento floral es un pecado en el que este humilde pregonero no está dispuesto a incurrir.
No obstante, tampoco esto va a ser impedimento que nos agüe la fiesta; que fiesta y no otra cosa supone este simbólico pistoletazo de salida que nos dé paso a la feria taurina del 2017 en honor de la Virgen del Mar. Porque la grandeza del toreo puede cantarse en cualquiera de sus puntos cardinales sin necesidad de recurrir al tópico, al lugar común o al folklorismo barato, sino husmeando en su historia, buscando en su esencia ese corazón épico y lírico donde palpita su razón de ser.
Este pregón quisiera rendir homenaje a la Almería taurina. Este pregón aspira a convertirse en una exigencia de respeto al toreo y a todos los que de un modo u otro le damos vida. También pretende enarbolar la bandera de la libertad; de esa libertad que nunca nos vino dada como regalo, sino como el fruto de una conquista que costó al hombre vidas, sangre, cárcel y otras muchas afrentas. El toreo es hermano de la libertad y tal vez sea por eso que ambos están pasando por tan malos momentos; porque, como al toreo, a la libertad también se le multiplican los problemas, ya que ha sido secuestrada, suplantada y vencida por la seguridad, rompiendo ese equilibrio, esa delgada línea entre libertad y seguridad, que el toreo conoce tan a fondo.
Y lo conoce a fondo desde sus premisas más básicas. Porque el hombre que torea se ve internamente sometido a una lucha despiadada, con la que debe estar dispuesto a convivir, y que lo desgaja en dos: por un lado, el animal biológico que se rige por el instinto de conservación –la seguridad– y por otro, su manifiesta voluntad creadora –su libertad– que le impulsa en su afán de ser torero. Una parte le exige prudencia; la otra, audacia; una le dice “ya está bien”; la otra, “aún es poco”; una le advierte “¡cuidado!”; la otra exclama “¡adelante!”. Es la lucha entre la selección natural que rige los destinos de todo ser vivo y la selección cultural que se reserva el derecho de admisión para convertir al hombre en torero.
Para ser torero, la libertad debe prevalecer sobre la seguridad; es más: la actividad de torear encierra una inseguridad sin paliativos; porque torear no es otra cosa que azarosa aventura, ecuación irresuelta de riesgo, enigma y gloria.
Ya que hemos mencionado el enigma, un enigma supone saber cómo llegó a Almería la tauromaquia, cuál fue su primera semilla, cómo germinó y quién o quiénes dejaron impresas en su suelo las primeras huellas de toreo.
Sí sabemos que, cuando la Corona de Castilla plantó sus pendones en ella, allá por 1489, la ciudad hereda de los moros una plaza para el juego de toros y cañas. Esta plaza, que, pese a los sucesivos nombres con que fue denominada, siguió siendo popularmente conocida como Plaza Vieja, fue el primer escenario de que se tiene constancia para la celebración de corridas de novillos que venían a agasajar los fastos civiles, militares y religiosos que hubieron menester.
La cosa, pues, viene de siglos; de mucho antes del coso que se alza en la Avenida de Vilches, cuyo antecedente más inmediato fue otro llamado “de Belén”, cuyo emplazamiento se situaba en el lugar denominado “de los Jardinillos”; plaza donde los almerienses pudieron disfrutar del arte de Cayetano Sanz y de otros afamados diestros de la segunda mitad del siglo XIX, a destacar: Antonio Carmona, El Gordito, que concitó en torno a su persona fervorosos entusiasmos e incondicionales seguidores y al que cupo el honor de haber cortado –en la feria de 1875– la primera oreja de que se tiene constancia en Almería.
Las cuatro décadas del coso de Belén abarcan la etapa más romántica del toreo en esta tierra,cuando era el barco de Cartagena o los vapores salidos de Sevilla o Málaga los que se encargaban de surcar su camino de agua para hacer llegar las reses que habrían de lidiarse en las corridas feriales, venidas, respectivamente, de los campos castellanos o las dehesas andaluzas. También existía una ruta campera, jalonada de cañadas, veredas y trochas, transitada a pie por el ganado que, destinadoa los festejos menores, procedía de la Hoya de Guadix, la sierra de los Filabres o los campos de Jaén.
He aquí el problema de la lejanía del toro pesando siempre, de un modo u otro, sobre la afición almeriense: para los muchachos locales que querían ser toreros, viéndose obligados a marcharse lejos para encontrarse con él, y para los empresarios, teniendo que traerlo de distantes parajes, combinando ferrocarriles y navegación, hasta su emplazamiento anterior al coso en el cerrado de la Alhadra, la Mezquita, Haza de Acosta o Gachas Colorás.
Más tarde llegaría el ferrocarril, celebrado con corrida de toros, pero ya en el nuevo coso de la Avenida Vilches, inaugurado once años antes de la efeméride ferroviaria, los días 26 y 27 de agosto de 1888 con astados de Veragua y del conde de la Patilla. El primero que pisó su arena –“Gargantillo”, de Veragua– sería estoqueado nada menos que por Rafael Molina Lagartijo, quien, en ambas tardes, compartiría cartel con Luis Mazzantini.
Con la llegada del ferrocarril –13 de marzo de 1899–, Almería entraba en el concierto de la civilización. De los roncos silbidos del fogón, de las bocanadas de humo y carbonilla exhaladas desde la chimenea de su locomotora, parecía desprenderse un himno de progreso. Rotas las cadenas de la incomunicación, las distancias que reducía su presencia, las fronteras que borraba y los nexos de unión que establecía entre pueblos hermanos, fueron recibidos por los almerienses de entonces con el júbilo que puede imaginarse. Los raíles que unían Almería con Linares, poniéndola en inmediata comunicación terrestre con Madrid y el resto de la Península, fueron solemnizados con todas clases de festejos, entre los que no podía faltar el de los toros, celebrándose el mismo día de la inauguración una corrida que estuvo a la altura del acontecimiento, pues con las acreditadas reses de don Joaquín Murube, se anunciaron mano a mano nada menos que Rafael Guerra, Guerrita, y Antonio Reverte, dos ídolos de aquella afición, que extendían su rivalidad más allá del ruedo, ya que el diestro de Alcalá del Río se oponía al favoritismo de los ganaderos con el Guerra y era un decidido defensor del sorteo de los toros, cosa a la que no se prestaba Guerrita. Si aquel día hubo o no sorteo, no he podido comprobarlo en las fuentes consultadas. Sólo puedo decirles que destacaron los toros primero, quinto y sexto, por lo que, con sorteo o sin él, el Guerra salió favorecido, aunque ambos espadas triunfaron y lograron pasear orejas, pedidas clamorosamente por el público que –a 5 pesetas la sombra y 3 el sol– abarrotó completamente el coso.
Este coso de la Avenida Vilches sería desde entonces el marco idóneo para que las aguas del toreo fueran formando su cauce de más de siglo y cuarto de andadura. En estos 129 años de historia, se fueron forjando, sucediendo, brillando y apagándose, ese soplo de sueños que constituye el alma del toreo almeriense. Un sueño hecho de sueños, algunos de los cuales –los menos– tomaron vuelo y se elevaron hasta poblar con su brillo el firmamento de los triunfadores; otros, sin embargo, fueron como estrellas fugaces que cruzaban por instantes el cielo de la Fiesta para caer muy pronto donde el anonimato amasa el polvo del olvido. Y otros muchos, no tuvieron tiempo, incluso, de abandonar el suelo donde se abortaron antes de poder desplegar siquiera sus alas de aspirantes. Ya sabemos que el mar del toreo está plagado de naufragios, pero también de ellos se alimentan sus aguas. Por eso, todos, todos, tuvieron su importancia. Por eso el toreo debe estar orgulloso de su historia. Tanto de la grande como de la pequeña. Y en ningún caso debe quedarse sólo a cosechar las consecuencias triunfantes de los actos toreros. Hasta la montera más humilde ha aportado su contribución para seguir alimentando ese sueño vaporoso, extraño, único y magnífico que llamamos fiesta de los toros. Da igual que se llamaran Pepe Canet, Cuqui, Juan Leal, Ciérvana, Guerrerito, Antonio Oller, Iguiño, Chatillo de Almería, Pepín Cruz, Manolo Plaza, Eduardo Rodríguez, Damián Ramón, Alvarito Moya, Pepe Alcántara, Posadero, Manolo Albaicín, Pascual Oña, Sergio del Castillo, Guillermo Orozco, José Antonio Martín, Ramón Magaña, Pepín Guerrero, Pepe Puerto, Herrerito, Quinito y tantos y tantos otros hasta llegar a los actualesJosé Cabrera, Sergio Roldán, Juan Diego o Diego Amador;mejor aún si han lucido galón de alternativa y paseado con orgullo el nombre de Almería por otros lares, como ha ocurrido desde Relampaguito a Torres Jerez. Todos, los grandes y los chicos, los brillantes y los oscuros, todos, han sido necesarios, aunque sólo fuera porque sin la negrura de la noche sería imposible distinguir las estrellas. Como se preguntaba Bertolt Brecht en uno de sus poemas: “Tebas, la de las Siete Puertas, ¿Quién la construyó?/ En los libros figuran los nombres de los reyes/ ¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?… O cuando se dice que el joven Alejandro conquistó la India, ¿acaso lo hizo él solo?
No. Aplicando al toreo nuestra propia experiencia de la vida, sabemos que muchos actos toreros que no fueron coronados por el éxito, tuvieron, sin embargo, una influencia no por callada menos real en la tauromaquia. Todos forjaron ilusiones y sueños. Todos contribuyeron a formar el andamiaje sobre el que el toreo levanta su edificio. Y aquí he querido homenajearlos a todos: a los que he mencionado y a los que no. Nada más que por haber enfundado el vestido de luces todos me parecen merecedores de un sitio en este pregón como lo tienen sin duda en la historia torera de Almería. Más todavía los que consiguieron brillar con luz propia, separándose de esa borrosa contradanza de sombras para elevarse de ese mundo elemental donde las ilusiones se agitan un día convirtiéndose al siguiente en etéreos fantasmas.Así brilló Julio Gómez, Relampaguito, que debutó en Madrid el 3 de julio de 1904 siendo un perfecto desconocido y, en virtud de su espada y su toreo, fue repetido en la misma plaza cuatro novilladas seguidas. Años más tarde, tomó la alternativa de manos y en presencia de las dos principales figuras de la época: Bombita y Machaquito, y siguió llenando con su nombre la ilusión de Almería hasta su retirada en la plaza paisana en 1930. Relampaguito pudo haber figurado a la vanguardia de los matadores de su primera época, pero, como señala Cossío en su enciclopedia, incomprensiblemente se conformó con torear las corridas de “su” feria cuando reunía cualidades para ocupar un puesto puntero en su profesión.
Relampaguito falleció en 1947 y, meses antes, enese mismo año, se tiraba de espontáneo en Madrid un muchacho almeriense que, al cabo de pocastemporadas, tendría el honor de ser el segundo matador de toros nacido en esta tierra: Octavio Martínez, Nacional. Recibió éste la alternativa en la carabanchelera Vista Alegre con no poco trabajo, pues la consiguió a la tercera vez de estar anunciado y no sin alteración del cartel, pues la fiebre aftosa hizo que se sustituyese la anunciada corrida de Miura por otra de don Vicente Muriel.
Nacional, que tuvo sello de torero valiente y pechó con corridas muy duras, compitió en los años cincuenta con otros dos toreros de la tierra: uno fue Enrique Vera y el otro Juan Luis de la Rosa, que tomó el doctorado de manos de Nacional y en presencia de Enrique la inolvidable tarde del 18 de enero de 1953, donde no sólo se dio por vez primera una corrida de invierno en la plaza de la Avenida Vilches –como demostración del clima paradisíaco de Almería–, sino que por primera vez la terna de matadores estuvo compuesta íntegramente por hijos de esta tierra. Tres gallos en un mismo corral es garantía de competencia y de ella se nutrió la afición almeriense fragmentándose –para bien de la Fiesta– en enconadas banderías. Fue la mencionada una corrida histórica que serviría de parangón a otra celebrada en enero del 2003, cuando en el portón de cuadrillas coincidieron nada menos que cuatro matadores locales: Ruiz Manuel, Curro Vivas, José Olivencia y Jesús Almería.
Volviendo a los anteriores, hay cierto paralelismo entre las historias de Enrique Vera y Juan Luis de la Rosa, ya que en ambos la sensibilidad artística sobrepasó la linde de lo puramente taurómaco: el primero hizo más que pinitos en la carrera cinematográfica y teatral e incluso en la de bailaor, mientras que Juan Luis fue otro artista polifacético que cultivó la pintura y el cante flamenco, donde sobresalió por bulerías, fandangos y los tarantos de Tío Enrique Maldonado. Es notorio que las aficiones extrataurinas de ambos influyeron en forma decisiva para que no cuajaran toreramente como hacían prever sus cualidades.
También cabe establecer otro paralelismo entre Enrique Vera y el siguiente matador de toros de la tierra, Juanito Jimeno, por el motivo de que ambos tomaron dos veces la alternativa, al haber renunciado a la primera que recibieron. Curiosamente, Enrique oficiaría de padrino en la segunda que tomó Juan, aunque en esta ocasión Jimeno se anunciara como Juan José de Almería. Además de su andadura como pareja de Rafaelín Valencia, de Juan Jimeno recuerdo su debut novilleril en Las Ventas con toda una señora corrida de toros de D. José Escobar –era una novillada que se había quedado sin lidiar el año anterior en Vista Alegre–, con la que estuvo sobrado de valiente, pese a las volteretas que lo dejaron casi desnudo. También recuerdo que su primera alternativa la tomó en Berja, cortándole las orejas y el rabo al que cerró plaza, el día que su padrino, Miguelín, provocó un escándalo al negarse a matar uno de sus toros, por lo que fue detenido por la Guardia Civil.
Después de Juanito Jimeno, se abriría un periodo de pertinaz sequía alternativera. De hecho, habrían de pasar veinte años, desde la segunda alternativa de Juan, para que otro torero almeriense –Ruiz Manuel– recibiera la borla de doctor en tauromaquia. Y es que, como de sobra sabéis los aficionados de Almería, hacerse matador de toros a partir de esta tierra, con carencia de ganaderías, escasez de apoderados y gente que realmente mueva a los toreros, es un proceso muy largo y duro, que muy pocos acaban por conseguir. De ahí que sea obligado destacar el trabajo realizado por José Antonio Martín, que puso los cimientos de lo que luego sería escuela taurina y que, por los tiempos en que el coso de la Avenida de Vilches ya había cumplido los cien años, veía pasar por sus “aulas” a una generación de toreros que iban a hacer historia: Ruiz Manuel, José Olivencia, Curro Vivas, Jesús Almería, El César y Torres Jerez. Todos ellos llegarían a doctorarse, dejando para la posteridad el hecho insólito de coincidir en el tiempo seis matadores de toros almerienses. ¡Casi nada! Tampoco hay que olvidar, para completar el cuadro, la que tomara tardíamente, en 2010, Antonio Márquez.
Lo cierto es que toda esta historia exige la debida consideración. Hay mucho esfuerzo, dolor y sacrificio en ella; hay mucha grandeza, verdad y heroísmo, como para que nadie le falte al respeto. Decía Manolete que el toreo es tan serio que a las seis de la tarde uno puede estar en la plaza y un minuto después en presencia de Dios. Eso lo decía uno de los más grandes, aquel Manolete que dejaría su nombre indisolublemente ligado a la corrida más triunfal que se ha celebrado en Almería; porque aquel 25 de agosto de 1944, alternando con Domingo Ortega y Luis Miguel Dominguín, cosecharían entre todos la friolera de doce orejas, seis rabos y una pata de un excelente encierro del conde de Ruiseñada. Nadie sospechaba entonces que sería la última vez que Manolete torearía en Almería, ya que, anunciado en la feria del 45, no pudo acudir por estar convaleciente de la fractura de clavícula que le produjo un toro en Alicante. Y en 1947, la corrida en que iba a torear –29 de agosto– puso broche de duelo a su historia con el minuto de silencio que guardaron en su memoria Gitanillo de Triana, Juanito Belmonte y su sustituto Parrita.
Sin pretenderlo, se nos ha colado la muerte, otro elemento omnipresente en nuestra fiesta brava, la que convierte el toreo en un arte purificado por el riesgo. Los toros que se lidian son toros de muerte, y sobre los toreros pende siempre la posibilidad de morir en la arena. Eso lo sabéis bien en Almería, pues, por desgracia, vuestra plaza ha servido de escenario a cogidas que tuvieron un mortal desenlace; algunos dilatados, como la de Borinqueño, cuyo severo traumatismo torácico degeneró en tuberculosis de la que murió año y medio después, o la del picador cordobés José Torres, Salmonete, que, yendo a las órdenes de Relampaguito, sufrió una fractura que, complicada clínicamente, le acarreó la muerte meses más tarde, o la del que fuera novillero y después apreciado peón José López, Iguiño, cogido al banderillear el primer novillo de la corrida de la Prensa de 1934, de cuyas secuelas murió a los tres días. Especialmente dolorosa fue la del valiente novillero Luis Muñoz, herido al entrar a matar un novillo fogueado del hierro salmantino de don Manuel Santos, en la feria de 1919. Pero sobre todas, la que más impacto causó fue la del infortunado novillero granadino Manuel Sánchez, Manolé, cogido y muerto de manera instantánea por un novillo de don Antonio Sánchez Tardío. Sin duda, esa tarde del 1 de junio de 1924 fue la más desgraciada de las que se registran en vuestra actual plaza de toros, pues en ella, antes del fatal desenlace, también resultaría gravísimamente herido, con rotura de la arteria femoral, el novillero sevillano y avecindado aquí, donde realizó el servicio militar, José Luis Fabre, Chico de la Corona. La última tragedia acaecida en el coso de la Avenida de Vilches, ocurrió el 26 de agosto de 1972 y tuvo por protagonista a un espontáneo de 24 años, llamado Ramón Egea Cerezuela, al que un toro de Felipe Bartolomé corneó gravísimamente en el presunto intento de colocar un par de banderillas. Ojalá las expertas manos del doctor Diego Morata y su equipo eviten con su capote de cirugía–como han hecho en tantas ocasiones–, que haya que seguir añadiendo nombres a la trágica lista, en la que no hemos incluido la sangre almeriense derramada, para crespón de luto, en las plazas ajenas, como la de los banderilleros Juan Jiménez, Morenito, y Antonio Hernández, y del picador Francisco Embi, El Chófer, al que un toro de Villamarta seccionó en Málaga la médula espinal.
A pesar de que en nuestra Fiesta, como hemos señalado, los toros sean de muerte, hay un aspecto que tengo sumo interés en recalcar aquí: la Tauromaquia no mata al toro, le da vida. Jamás desde que el toreo existe, ha muerto anualmente en la plaza más de un 6% de las reses bravas que pastaban en el campo en ese momento; es decir: el toro de lidia paga una cuota del 6% de muertes en el ruedo para garantizarle la vida al 94% restante. Díganme ustedes qué especie, raza o variedad, silvestre o salvaje, paga un coste tan bajo por su supervivencia. Supervivencia, por cierto, que no existiría si no existiera el toreo.
No obstante, pesea lo dicho sobre la muerte del toro, habrá quien insista recordándonos que en la corrida a la portuguesa al toro se le torea, pero no se le mata, se le devuelve a los corrales. Bueno, esto no es del todo cierto: en Portugal al toro se le mata igualmente, pero no cara al público. Sin embargo, esta última opción es mucho más cruel para el toro, pues lo único que logra es retardar el momento de su muerte, prolongando sus horas de sufrimiento. Deben saber que, como los mataderos en Portugal no trabajan los sábados y domingos ni días festivos, los toros lidiados en esas fechas deben permanecer en los corrales veinticuatro o cuarenta y ocho horas hasta que son llevados a la casa de matanzas para ser sacrificados. Esto no sólo prolonga su sufrimiento, sino que lo acrecienta, pues sacados de la tensión de la pelea, una vez “fríos”, los dolores y padecimientos serán mucho más intensos, como les ocurre con las patadas recibidas a los futbolistas una vez acabado el partido, a los boxeadores tras el combate o a los toreros horas después de la corrida cuando el toro les ha dado una paliza. Por lo tanto, de esta última opción, de la opción “a la portuguesa”, sólo saldría ganando la hipocresía del “ojos que no ven…” y de aquellos que tienen alma de avestruz.
Volviendo a lo anteriormente dicho, toda esta historia, todo ese luto, todo ese dolor, toda esa gloria, tiene que servir para algo. Tendríamos que afanarnos para que el esfuerzo hecho por los que nos precedieron encuentre la debida continuidad. No podemos enfrentarnos al mundo como si nadie antes se hubiera enfrentado a él. Debemos establecer, cuando no cuidar, el lazo precioso de la continuidad, de la tradición: otra palabra devaluada que, sin embargo, contiene el inapreciable tesoro de nuestras raíces. Debemos reflexionar sobre ello y comprender que si el toreo vive hoy, si nuestros esfuerzos por mantenerlo vivo pueden perdurar, es gracias a esa gran palabra y al soplo de historia, sentimiento y costumbre que emana de ella.
Lo que el hombre ha logrado para su acervo cultural debiera ser siempre precioso para el hombre y no pasto de la barbarie que nos quiere imponer la postmodernidad, con su cultura homologada y su pensamiento único, ideados para que todo –incluido el propio hombre– se convierta en pura mercancía. Por eso, no debemos contemplar la Fiesta en los espejos de quienes no la quieren. Son espejos de azogue deformante que distorsionan su belleza convirtiéndola en un esperpento totalmente ajeno a la hermosura de su realidad. Tampoco debemos caer en el error de hacer nuestro su discurso: sería la mejor forma de perder esta guerra, porque partiendo de sus premisas falsas, no podemos desembocar sino en una mangada de contradicciones que nos abocaría necesariamente a la única conclusión que los taurófobos han dispuesto para nosotros: ver el toreo de la abyecta forma en que ellos lo ven.
Nuestro discurso, armado con elementos intelectuales, debe servirnos para alzar la barbacana contra la que se estrellen las mentiras y falsedades del antitaurinismo y se fortalezcan nuestras ideas y convicciones para poder legárselas a los jóvenes, pues, como en todos los ámbitos de la vida, en la juventud está el futuro. Un discurso férreo, cargado de razones, que avance paralelamente a la creatividad del ruedo, donde hemos de seguir generando nuestras rosas de espuma, nuestros poemas valientes, nuestras calladas sinfonías de verónicas y revoleras, nuestro arte de curvar la mortal embestida por el rojo meandro de los naturales o de hacerla pasar por debajo del palio estremecido de los pases de pecho. Ambos discursos son fundamentales para que el toreo siga viviendo, como también lo es seguir alimentando ese fulgor de luna que se mece en el misterio de la casta brava, destilada en la cal de los campos por la selección cultural de generaciones y generaciones de hombres conocedores del secreto que velan los libros de ganadería.
Nuestro discurso debe estar poblado de palcos exornados de colgaduras y gallardetes, de mantillas de blonda o de madroños y de esa estática catarata de mantones de manila de alineado cromatismo, idóneos para pregonar la luz y la alegría de una tarde de toros:como hacéis aquí en Almería, con esa tradición deslumbradora que presta a la fisonomía de vuestra plaza el aire y la majeza de un modo de sentir y de abrazar al rito capaz de cabalgar sobre los siglos;como hacéis aquí en Almería, para continuar manteniendo viva esa protocolaria amabilidad que saca cada tarde a saludar a los trajes de oro en inequívoca señal de bienvenida. Después, una vez salga el toro con toda su negra incertidumbre, con su tremendo caos, con su carga de muerte en la lunada curva de sus astas, ya veremos qué pasa y a qué flor o a qué espina se hace acreedor el hombre que con él se mide; pero en principio es gratificante que sientan en sus pechos habitados por sueños y temores el caluroso y gentil recibimiento de quienes vienen a verlos torear con la ilusión por escudo de armas. Como hacéis aquí en Almería, con vuestra singular merienda; reminiscencia de aquellas cortesías que en la Plaza Vieja tenían vuestras autoridades con los invitados especiales y que el pueblo adoptó como costumbre. Ese ecuador taurómaco de cada corrida, constelado de mediasnoches, empanadillas, canapés y otras viandas, rematadas de delicados dulces y regadas con el vino fino o moscatel, que engarza con otra tradición que abre sus puertas en La Dulce Alianza, Capri, El Once de Septiembre y tantos otros comercios dedicados al suministro de manjares, viene a representar de singular manera el talante festivo y amable con que la afición almeriense entiende la fiesta de los toros. A una guerra, no se lleva uno la merienda. Por eso aquí el toreo nada tiene que ver con el concepto desabrido y agrio del que presumen otras plazas de toros, sin que por ello pierda el rigor en sus apreciaciones.
De todo este acervo que hemos de preservar y transmitir, de toda esta acrisolada solera, me van a permitir que pase al mosto reciente de la actualidad a través de la conexión que entre ambos establece el cordón umbilical de la casa Chopera, la cual, gracias al vínculo de amistad que, por encima del acierto de sus relaciones comerciales, la une a la familia Cuesta, propietaria del coso, viene gestionando la feria taurina de la Virgen del Mar desde 1955.
Si entonces fue don Pablo Martínez Elizondo el encargado de la confección de su cartelería, y tres años después Manolo Chopera, hoy es el hijo de éste, Óscar Martínez Labiano, quien, continuando con el trabajo de sus mayores y del que, a partir de 1989 él mismo emprendiera, ha sacado de su chistera empresarial los cuatro carteles que este año tendrán por marco vuestra plaza de la Avenida de Vilches. Conocidos éstos por todos ustedes, no es este el lugar para analizarlos ni enjuiciarlos, sino para cantarlos y desear que los toros embistan, que los toreros triunfen, que el público llene cada día su plaza y salga entusiasmado tarde tras tarde toreando por la calle y que el doctor Morata y su equipo tengan una feria plácida que no requiera de su intervención.
Dicho esto, me van a permitir cerrar este pregón con una exigencia. Y es que siempre hay que exigir lo que te han robado. Porque estimo lastimoso que una palabra tan hermosa, un concepto tan básico sin el cual no hay sentido para la ética ni para la moral, como es la Libertad, tenga que reivindicarse en pleno siglo XXI obligándonos a hacer camino nuevamente sobre el asfalto oscuro de la infamia, restañando las heridas de nuestra dignidad pisoteada y buscando restaurar el derecho perdido para que vuelva a ocupar junto al hombre el lugar del que lo desterraron.
Queremos Libertad para poder sacar del alma, con un toro delante, el misterio que mece en las muñecas las suertes del toreo.
Queremos Libertad sobre los campos, para seguir criando sobre la verde piel de la dehesa la noble casta de la res de lidia.
Queremos Libertad para seguir asistiendo a las plazas, llenando de carteles las esquinas, de discusiones las tertulias y de aficionados los tendidos.
Queremos Libertad para que no se ponga fin a nuestra historia fusilándola con traidores decretos.
Queremos Libertad para seguir amamantando la cultura más nuestra y genuina que contemplan los siglos.
Queremos Libertad para continuar amando al toro en su bravura, al torero en su arte y al toreo en el asombro atroz de su milagro.
Por eso, en estos malos tiempos del “nunca más” y “tolerancia cero”, mis queridos aficionados almerienses, es ineludible vuestra, nuestra, responsabilidad de conservarlo.El toreo es tan único, tan prodigioso, tan hermoso y auténtico que estamos obligados a defenderlo para que no desaparezca. La propia Cultura así nos lo demanda.
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
Santi Ortiz
Almería, 20 de agosto de 2017